sábado, 17 de agosto de 2013

Reseña: Embassytown

Embassytown.

China Miéville.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Fantascy. Barcelona, 2013. Título original: Embassytown. Traducción: Gemma Rovira. 446 páginas.

Si alguna vez me preguntaran por qué sigo leyendo ciencia ficción, tantos años después de mi flechazo inicial por el género, respondería sin dudarlo que por libros como éste. No es un libro perfecto, ni «redondo»; no carece de ciertos fallos ni de aparentes incongruencias narrativas, es cierto. Pero se sobrepone a todo ello yendo donde el género siempre debería ir, a la exploración de la naturaleza del ser humano extrapolando el hoy hacia el futuro y devolviendo la mirada sobre nosotros mismos. Miéville cambia de registro, de estilo y de voz narrativos para cada nueva novela, sin dejarse encasillar y sorprendiendo con cada nueva obra al conseguir dar nuevas visiones de caminos ya trillados. En esta ocasión centra sus esfuerzos en una estimulante ciencia ficción «lingüística», con un alto contenido humanista y sociológico, en que ya habían incidido autores como Jack Vance, Ursula K. LeGuin, Ian Watson, Samuel R. Delany o John Varley, por citar tan solo a unos pocos de sus ilustres predecesores.

Intelectualmente sugente, no recuerdo haber disfrutado tanto como con este libro en bastante tiempo. Reconozco no obstante que con el tema filológico-lingüístico ya me tenía medio ganado, y que, exactamente por eso mismo, no es una obra destinada a satisfacer a todo tipo de públicos. También es verdad que si en la forma se podría considerar una novela con vestimenta vanguardista, en el fondo es decididamente clásica, pura Edad de Oro, con una intencionada búsqueda del sentido de la maravilla envuelta en un ropaje de forzada extrañeza, con el tema de las dificultades de la comunicación en todo momento presentes, pero con una historia como las que se contaban antaño.

La Humanidad se ha expandido por la galaxia gracias al desarrollo de una forma de viajar por el «ínmer» —lo que vendrían a ser los saltos en el hiperespacio mediante unos «caminos» que se antojan una especie de agujeros de gusano de toda la vida— que sólo unos pocos están capacitados para dominar. Tras establecer una colonia en el planeta Arieka, situado en los confines del espacio conocido, la Ciudad Embajada, y después de un largo periodo de «prueba y error», los humanos han conseguido comunicarse con los Anfitriones, los nativos del planeta, a través de los embajadores, clones diseñados por ingeniería genética especialmente preparados para la tarea, educados desde su nacimiento, algo que tampoco garantiza el éxito, para poder establecer un diálogo y, a través del mismo, unas relaciones diplomáticas y comerciales con ellos. Pero ahora el planeta madre, Bremen, ha enviado a un nuevo tipo de embajador, y sus palabras van a traer funestas consecuencias para los Ariekei, hasta el punto de que podría destruir toda su civilización.

Abusa de inicio, quizá para fomentar cierto sentimiento de extrañeza en los lectores, de la «tecnojerga» y de los neologismos para definir elementos recursivos de la ciencia ficción que reciben así un nuevo nombre, tal vez innecesario, pero no por ellos menos trabajado y en cierta forma fascinante, ya que uno de los placeres de la lectura de Embassytown es descubrir la lógica del funcionamiento de su mundo, más sugerida que plasmada.

La novela se divide en dos partes bastante diferenciadas —bueno, estructuralmente se divide en nueve más un proema inicial, pero narrativamente la historia se diferencia en «anteriormente» y «actualidad», capítulos que a veces se alternan—. En la primera, Miéville se dedica a poner en antecedentes a sus lectores a través de una serie de flashbacks de la vida de Avice Brenner Cho, una joven natural de Embassytown, que consiguió salir del lugar como ínmer, pero por circunstancias diversas ha vuelto al mismo en un momento crucial de la Historia del planeta. A través de sus recuerdos de infancia y juventud, el autor establece los antecedentes el relato, mostrando las peculiaridades del lugar y de sus habitantes —la ciudad es una isla de atmósfera respirable dentro de un planeta poco hospitalario a los humanos, y además está enormemente aislada del resto de la galaxia; toda la maquinaria y la producción depende de la biotecnología de los Anfitriones; los niños viven en casas comunales con diversos «padres»...—, con un pequeño vistazo a la vida en otros planetas de la galaxia, y explicando la situación geopolítica del momento presente del relato.

Pero es en la segunda parte de la novela, la más extensa, cuando la trama adquiere su auténtica dimensión. Miéville continúa el relato de una forma más lineal, mostrando la terrible crisis que la llegada de los nuevos embajador desencadena, sumergiendo la historia en una defensa desesperada a lo última frontera. Mientras la sociedad se derrumba, fruto de la corrupción y perversión del Idioma como consecuencia de la interferencia humana, los humanos precisamente, que dependen para todo —hasta para generar el aire que respiran dentro de los límites de la Ciudad Embajada— de los Anfitriones, ven también amenazada su propia supervivencia. En medio de un violento choque de culturas, la solución, de haberla, va a suponer un radical cambio de mentalidad en ambas partes.

Los Anfitriones, los Ariekei, son radicalmente diferentes de los seres humanos, alienígenas incomprensibles en muchas de sus actuaciones, cuyo elemento más diferenciador es el Idioma; así que el lenguaje y la comunicación, el entendimiento y la trasmisión de la «realidad» a través de «meras» palabras es el auténtico meollo que subyace bajo toda la trama. Nacen ya con el conocimiento del Idioma —y no hay que engañarse, el Idioma es el auténtico protagonista de la novela—, y el mismo define toda su realidad, ES su realidad. Su lenguaje es algo único, puesto que necesita de dos bocas o voces para hablarlo, y es ininteligible si quien lo expresa no es un ser «sintiente» —algo por lo que puede ser reproducido desde grabaciones del habla de individuos conscientes, pero no sintetizado por ningún aparato por inteligente que sea—. Carecen de la capacidad de mentir, puesto que no pueden concebir el mundo de otra manera que como se lo presenta el Idioma, no pueden formular conceptos abstractos a menos que puedan compararlos con algo físico. Si desean introducir nuevos parámetros, definiciones o comportamientos en su realidad primero tienen que representarlos físicamente mediante símiles a modo de ejemplos que se añaden al lenguaje pasando a formar parte del «vocabulario» y sirven para alumbrar conceptos que hasta entonces no poseían.

No tienen auténtica individualidad ni conciencia de sí mismos. Pero el intento de convertirse en individuos, el desesperado deseo de saber mentir, un concepto que parece fascinarlos al extremo de organizar festivales en torno al fenómeno, puede suponer también el fin de la inocencia y el nacimiento de un nuevo orden que, como se puede ver habitualmente en nuestra propia Historia, es muy posible que venga acompañado de explosivos brotes de violencia.

El autor postula ciertas teorías sobre la naturaleza de la comunicación para desatar el conflicto. En el habla Ariekei la descripción de una cosa, de un objeto, conforma su realidad. No así en los humanos. Las palabras acotan la percepción, la matizan, y Miéville reflexiona sobre la forma que los pensamientos y las acciones de los humanos son moldeados precisamente por unos lenguajes que permiten engañar a los demás y a uno mismo sobre la concepción del mundo que les rodea. Una lengua común une, pero también puede separar cuando se usa de forma errónea o incorrecta por equivocación o intencionadamente. Política y lenguaje se superponen y el autor se permite, dado su militante posicionamiento político, una nada ambigua crítica al colonialismo y al mercantilismo agresivo e, irónicamente, deshumanizador de las ambiciones humanas, auténtico desencadenante de toda la tragedia.

La sociedad se desmorona, se desintegra en un apocalipsis auto infligido —con la inestimable ayuda de los humanos—, adaptándose para un futuro que no se sabe si se alcanzará o si su precio será demasiado elevado. La infección del mal se extiende, además, a toda la «tecnología» ariekene, ya que la misma se encuentra desarrollada biológicamente y, por tanto, afectada de su misma naturaleza.

Queda la duda de cómo pueden haber llegado a imaginar su tecnología para luego llevarla a la práctica o quien ha pensado primero los «símiles» para que sean luego representados si ni siquiera pueden desarrollar sencillos conceptos abstractos. ¿Si no poseen imaginación como puede existir progreso? Pero quizá sea más fácil encontrar la respuesta en ese decidido anhelo de los Ariekei de aprender a mentir, un pálpito que debía existir con anterioridad, que les lleva a descubrir nuevos horizontes. La capacidad está ahí, filtrándose por los intersticios del Idioma, quién sabe si propiciados por él mismo, y posibilitando, quizá mediante mera evolución natural, la consecución de objetivos que hubieran estado fuera de su alcance en la sociedad inmovilista que habría sido lógica por sus carencias prospectivas. Quizá consciente de ello, el propio autor lo pone en boca de sus protagonistas:

Yo puedo pensar cosas que no tengo delante —dije—. Y ellos también. Es evidente. Tienen que poder pensarlas, de entrada, para planear los símiles.
No exactamente. No hacen conjeturas —dijo—. Como mucho, tendrían preimágenes mentales. En el Idioma todo es aserto, enunciación de verdades. Necesitan los símiles para compararlos con cosas, para hacer verdaderas cosas que todavía no están ahí, que necesitan decir. Podría no tratarse de que lo pensaran: quizá el Idioma lo exija.

Como mayor «debe» de la novela, los personajes humanos, empezando por la propia Avice, la privilegiada testigo-narradora sin demasiado brillo, son totalmente impersonales, fruto de una voz dotada de cierto desapego narrativo. La mayoría, por no decir todos, de los secundarios están tratados con cierto distanciamiento, no están dotados de especial profundidad ni de motivaciones, entrando en la trama cuando es conveniente, interpretando a la perfección su papel y haciendo mutis por el foro. Pero, una vez más, es que no son lo realmente importante en esta historia. Son espoletas, desencadenantes, pero no el centro ni lo básico de la historia. Y, sin embargo, despiertan, si no empatía, una cierta ternura en su desesperación en su lucha contra la incomunicación, contra los equívocos, contra la injusticia y contra todos los elementos que se ponen en su contra. Eso sí, todas las relaciones sentimentales de Avice, narrativamente, dejan bastante que desear, necesarias para la trama, pero vacías de contenido.

Es de remarcar —y es una alegría poder hacerlo cada vez de forma más habitual— la magnífica traducción de un texto plagado de referencias, tecnojerga, neologismos y otras palabras de difícil aprehensión, sobre todo porque el autor no da nada mascado y el inicio, donde es vital pillar la lógica interna y todo el trasfondo de la historia, podría haberse convertido en un auténtico caos —ya lo es de por sí— sin la adecuada traslación. Una gran novela, posiblemente fallida en algunos aspectos, los menos, pero a cuyas ideas se sigue dando vueltas tiempo después de pasar la última página.


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