miércoles, 27 de julio de 2016

Reseña: Anna

Anna.

Niccolò Ammaniti.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Anagrama. Col. Panorama de narrativas # 927. Barcelona, 2016. Título original: Anna. Traducción: Juan Manuel Salmerón Arjona. 297 páginas.

El punto de partida de la novela no es que sea precisamente original ni novedoso, sobre todo para los aficionados a la ciencia ficción: un virus, una auténtica plaga denominado la Roja, ha causado la muerte de todos los adultos de la especie humana, dejando solos a los menores; pero solo hasta que cumplen cierta edad, en la que los síntomas de la enfermedad empiezan a manifestarse marcando así el fin próximo de su vida. Pero como suele decirse, en un mundo en que pocas, o ninguna, ideas nuevas quedan por explotar, lo importante es lo que se hace con las viejas. Con importantes reminiscencias en ciertos momentos a La carretera, con un viaje por el fin del mundo, o El señor de las moscas, menos cruel en las acciones de los protagonistas quizá, pero no menos dura, el relato es un retrato psicológico de una mente en formación que se enfrenta al horror cotidiano con ojos nuevos, sin más supervisión o guía de un adulto que unos pocos apuntes en un cuaderno que tampoco sirven de mucho en un mundo desmoronado y sin servicios básicos. Un viaje postapocalíptico a través de una Sicilia transformada, casi deshabitada, peligrosa, en pos de un sueño que tiene más de ilusión que de palpable realidad. Un mundo de huérfanos sin más dirección que sus propios deseos.

La Roja, una especie de gripe incurable y siempre mortal, ha acabado con toda la población adulta del planeta. Todos los humanos la portan, de modo que todos los adolescentes, al llegar a cierta edad empiezan a manifestar sus síntomas y fallecen poco después. Anna es una joven de trece años cuya principal preocupación es mantener a salvo a su hermano pequeño, Astor. Viven en una aislada finca campestre en Sicilia, donde la Roja ha dejado aislados a todos los jóvenes supervivientes. Decidida a proteger a su hermano ante un mundo que se desmorona y cada día más peligroso, Anna ha creado toda una mitología en torno a su nueva existencia, poblando de monstruos el exterior de sus terrenos para evitar que Astor los abandone, mientras ella se esfuerza cada día para poder llevarles algo de comer alejándose cada vez más de su casa. Pero en medio del caos las cosas no pueden permanecer inalterables y el mundo exterior va a hacer acto de presencia para desbaratar totalmente su existencia.

Anna goza de los consejos de su madre quien, consciente del fin de su mundo y del destino que podía esperar a sus hijos, escribió para ellos un Cuaderno de las Cosas Importantes, donde escribe a sus hijos acerca del viejo mundo, les explica la mejor manera de deshacerse de su cuerpo una vez muera y les dedica una serie de importantes consejos para conseguir sobrevivir en su nueva existencia, desde la insistencia de enseñar a su hermano a leer y escribir a la forma de identificar cuáles son los medicamentos que deben buscar para poder paliar las enfermedades a las que inevitablemente habrán de enfrentarse. Es este un nuevo mundo asilvestrado, donde el peligro puede ser el muchacho con el que tienes un encuentro fortuito o la manada de perros salvajes que se hacen con el rastro de tu olor. Un mundo donde, conforme los niños mayores va sucumbiendo ante la Roja, los pequeños crecen sin el recuerdo de sus mayores, sin una guía de cómo el mundo era antes y de cómo podría ser, con tan sólo la idea de cómo quieren que sea. Como en Fin, como en La carretera, los peligros pueden venir del sitio más insospechado. La isla de Sicilia, tanto sus costas como su rico interior, surge como un impresionante y sugerente escenario, confrontando los restos de una existencia anterior, de sol y olor a naranjos, con la desolación creada por la Roja, con la muerte yaciendo a cada paso, con cadáveres en las casas de cristales rotos o abandonados en los coches y en las cunetas, y la naturaleza reclamando poco a poco lo que antaño fuera suyo. Un The Walking Dead sin zombies, ni adultos.

El lector asiste a la creación de una nueva moralidad. Cada cultura emergente crea sus propios mitos, y una cultura libre del control de los adultos y sin una firme esperanza del futuro —todos están condenados— crea una sociedad entregada al culto a la nada, al vacío existencial, al embotamiento de los sentidos y a la tiranía de los más fuertes en el breve tiempo en que pueden seguir ejerciendo su poder. Liberados a sus propios instintos, sin cortapisas, no tienen un espejo en la que reflejarse, una imagen con la que compararse. No hay más principio que la satisfacción inmediata, la obediencia servil a quien puede conseguir, u obligar a conseguir, los medios para la supervivencia, y la hedonista caída hacia el olvido. Pero nadie puede vivir sin esperanza y los niños, o una importante facción de ellos, han creado un nuevo culto, el de la Picciridunna, una adulta que supuestamente ha sobrevivido y que podría tener la clave para salvar a los niños de la enfermedad. La tensión ocupa el lugar de la esperanza y el deseo de vivir se confunde con la lucha por la mera supervivencia.

Y es que la necesidad de vivir con algo de esperanza, por imposible que sea, ejemplificado en el texto en multitud de rumores que se extienden entre la población infantil-juvenil, se abre paso por toda la narración, dejando abierta la puerta a multitud de posibilidades. El rumor de que todavía queda algún adulto, que no han muerto todos; el rumor de que en algún sitio se reúnen los supervivientes para una fiesta en la que se difundirá un remedio a la enfermedad; el rumor de que encontrar un objeto de lo más anodino puede suponer la salvación de quien lo halle; el rumor de que en algún lugar alguien ha encontrado una cura; el rumor de que en el continente, en la península itálica, las cosas podrían ir mejor…

La asociación con El señor de las moscas surge de forma inevitable, sobre todo cuando nuestra protagonista abandona, no por gusto, su aislada existencia y entra en contacto con alguno de los grupos que se están constituyendo en la isla. Grupos que han creado una nueva sociedad tan jerarquizada como caótica, violenta, sucia y salvaje. Pero el relato de Ammaniti se encuentra en todo momento matizado por el desenlace fatal que espera a todos los jóvenes al alcanzar cierta edad. Hay menos crueldad directa —aunque la haya en grado sumo, incluido un «derecho» de vida y muerte que termina con varios cadáveres— y algo más de hedonismo y un salvajismo desesperado —¿qué no haría un niño por una chocolatina o por el más simple gesto de cariño en un mundo que no tiene tiempo para tales cosas?—.

Hay por parte de un buen número de muchachos una búsqueda consciente del olvido, una desesperanza vital de quien conoce perfectamente su funesto destino. Anna luchará contra ello, porque tiene un objetivo y alguien de quien cuidar, pero la tarea no le resultará fácil en absoluto. Sobre todo porque la visión de Astor, demasiado pequeño cuando la Roja se extendió como para recordar tan sólo difusamente cómo eran las cosas antes, es radicalmente diferente a la suya. Astor es el nuevo mundo, mientras Anna todavía se aferra al antiguo. Una no puede mostrar debilidad, no puede permitírsela, mientras el otro —auténtico habitante de los nuevos tiempos, quien no puede llegar a entender cómo era en realidad el mundo de los adultos— se deja arrastrar por los descubrimientos diarios, por la fascinación de la aventura, sin importarle realmente el mañana. Son las dos miradas, cada una con sus complejidades, que el nuevo mundo ha creado. Dos formas, quizá irreconciliables, de explorar su nueva existencia y enfrentar los nuevos parámetros de la vida y la muerte, dos formas de perder la inocencia. Y, sin embargo, por encima de todo, el sentimiento fraterno —al fin y al cabo esta es una historia de amor, aunque no exactamente romántica—, el deseo de protegerse, se encuentra por encima de todo, a pesar de todas las peleas de hermanos, de todas las desavenencias, las rabietas y las tontas discusiones.

El autor no profundiza en las causas o en el mundo creado por el virus, ni hay en el periplo un mensaje explícito que quiera comunicar. No hay una visión más allá de la que Anna ofrece a los lectores, no se sabe de la situación del mundo más allá de lo que la adolescente sabe y observa directamente. No hay un gran escenario global, sino una historia concreta en medio de las miles que podrían haber sido. La huida hacia delante de quien se fuerza a seguir viviendo a pesar de todos los contratiempos, de todas las terribles dificultades. Una persona con dudas, pero con un deber hacia la memoria de su madre que le confió el bienestar de su otro hijo, demasiado pequeño cuando todo se hizo trizas. Una persona decidida a abrirse camino en medio del apocalipsis que habrá de terminar, muy posiblemente, con la existencia de la humanidad sobre la faz de la Tierra. Un apocalipsis lento pero inevitable. Un viaje en pos de la esperanza. Un canto al amor fraternal, a la protección de una joven hacia su hermano pequeño, al disfrute de las pequeñas cosas, a la amistad contra todas las dificultades, a la lucha frente la desesperación. No hay mensaje explícito, aunque sí muchas lecturas, y una honda inmersión en lo que podría llegar a suponer un mundo sin adultos y sin futuro.

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