jueves, 4 de mayo de 2017

Reseña: Los jugadores de Titán

Los jugadores de Titán.

Philip K. Dick.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Minotauro. Barcelona, 2017. Título original: The Game-Players of Titan. Traducción: Juan Pascual Martínez. 239 páginas.

Publicada originalmente en 1963, escrita entre medias de El hombre en el castillo (1962), y las remarcables Los tres enigmas de Palmer Eldritch y Tiempo de Marte (ambas en 1964), esta novela da cuenta de buena parte de los temas más recurrentes en el autor. Con un habitual envoltorio de fantaciencia, en la trama van a tener un papel destacado, por supuesto, el uso y abuso de drogas como medio para obtener otros fines o alterar la percepción de la realidad, pero también la obsesión de Dick por el estamento matrimonial y sus «complicaciones», la suplantación de identidades o la presencia palpable de poderes mentales como la telepatía o la precognición. Vista desde la actualidad la novela es una simpática ucronía que hace referencia a una realidad alternativa donde el enfrentamiento con la raza alienígena de los vug procedente de Titán, agravando ciertos efectos de la Guerra Fría, terminó con la humanidad enormemente diezmada, casi al borde de la extinción. Falsas apariencias, metanfetaminas, personajes en el filo de la cordura y la locura, apuestas elevadas, paranoia, facciones enfrentadas, suplantaciones de identidad, coches voladores, convenciones cuestionadas, y un juego del que muy bien podría depender el futuro de lo que queda de la humanidad.

La narración se desarrolla en un entorno de desolación casi postapocalíptica, tanto por la guerra con los telépatas vug como porque los últimos rescoldos de la Guerra Fría llevaran al uso de un arma por parte de la China roja, la radicación Hinkel desarrollada por un médico de la Alemania Oriental y esparcida desde un satélite Wasp-C como intento de detener a los alienígenas, pero que se diseminó por todo el orbe dejando a la humanidad prácticamente estéril. Tantos de los supervivientes como fue posible se sometieron a una operación de extirpación de la glándula de Hynes, lo que les permitió acceder a una enorme prolongación de la longevidad. Apenas hay nacimientos y por eso los matrimonios, y la oportunidad de obtener la Suerte de la procreación, forma parte de las apuestas del Juego, un sistema implantado por los alienígenas, muy aficionados a este tipo de deportes de azar, en su papel de benévolos gobernadores de la ¿conquistada? Tierra. Los vug controlan el espacio alrededor del planeta y administran su superficie, controlando a la escasa población mediante su adicción al Juego, la única manera de poder medrar en la mortecina sociedad humana. Y sin embargo nadie parece cuestionar sus motivaciones.

En una Tierra prácticamente despoblada, los propietarios de grandes zonas del territorio están «vinculados» al Juego. Y en el mismo se apuesta de todo: dinero, bienes, parejas e, incluso, la posibilidad de seguir jugando, pues si se pierden todas las propiedades se pierde también la potestad de seguir apostando al pasar a convertirse en un no-vinculado, toda una tragedia para estas auténticas «estrellas» del momento, la élite privilegiada de la humanidad superviviente. Jugado en parejas, normalmente compuestas por un matrimonio, Dick nunca llega a explicar las reglas con detalle, mezclando unos cuantos juegos, como el Monopoly o el póker, y donde lo más importante es destapar si el oponente ha jugado o no de Farol. Por motivos que parecen obvios, las personas con dones psíquicos o mentales no pueden acceder al Juego, lo que crea en alguno de ellos un cierto resentimiento.

Pete Garden, miembro de un grupo de propietarios californianos que se autodenominan el Bello Zorro Azul, pierde en la misma noche su propiedad vinculada de Berkeley y su matrimonio con Freya, casada ahora con Clem Gaines, otro de los miembros del grupo. Las cosas se complican cuando se entera que la propìedad, que aspiraba recuperar, ha sido vendida a un afamado vinculado de la costa Este. Y además, mientras espera descubrir si podrá congeniar con una nueva esposa enviada desde otro grupo con el que Bello Zorro Azul mantiene contacto, se ve atraído por una residente no-vinculada de otra de sus propiedades, una misteriosa mujer fértil madre de tres hijos, pero especialmente de una muy atractiva joven de 18 años en la que Pete no podrá evitar fijarse. Y entonces se comete un asesinato.

Avanzando un poco a trompicones, entre los momentos de lucidez y de ofuscación del protagonista, la trama va desvelando una conspiración de enorme alcance. A sus ciento cincuenta años, y tras dieciocho matrimonios, Pete Garden es un neurótico desequilibrado y deprimido, siempre al borde del suicidio, consumidor habitual de alcohol, anfetaminas y otros tipos de sustancias sicotrópicas. Llega un momento en que el protagonista, y el lector con él, no sabe o no puede decir qué es real y qué alucinación. La historia se sumerge en una locura marca del autor donde se mezclan alucinaciones, precogniciones, conspiraciones de diverso cuño y sentido variable, y realidades alteradas. Un juego paralelo de suplantaciones, de engaños, de simulacros, de infiltrados, de dobles sentidos, de paranoia desatada ante la idea de que quizá nadie sea lo que parece ser o de que quizá el protagonista no pueda fiarse de sus propios sentidos, y donde al final el destino de toda la humanidad se tendrá que poner entre las apuestas.

Ante las constantes noticias de actualidad que se pueden encontrar en la red sobre la investigación en vehículos autónomos o sobre las pruebas de «taxis voladores» —en Dubai,por ejemplo—, es curioso constatar que, aún a pesar de que Dick no fuera un autor especialmente prospectivo, más preocupado por plasmar y desarrollar aquellos temas que le atormentaban, ya en 1963 retrata un mundo en que los protagonistas viajan en coches voladores controlados por una especie de sistema automático llamado el efecto Rushmore —pseudo inteligencias artificiales que controlan todo tipo de máquinas y electrodomésticos— que tanto aconseja con enorme amabilidad al conductor como le impide conducir si no se encuentra en condiciones óptimas. Está visto que los inventos de hoy fueron ya imaginados por los escritores de ayer.

Y aún así, a la hora de enfrentar la lectura el lector debe ponerse en situación tanto de la época en que la novela fue escrita sobre como de las particularidades del propio escritor. La fantaciencia de Dick no se detiene en los aspectos tecnológicos implicados en el relato, no se toma la molestia de explicar el funcionamiento de los coches voladores, de las agujas de calor —pistolas láser— o del efecto Rushmore; y el viaje entre la Tierra y Titán tanto se puede hacer por nave espacial como por una suerte de agujero de gusano creado por medios psíquicos. Tampoco busca una especial caracterización de los protagonistas más allá del propio Pete, razón quizá por lo que se sienten un poco huecos, meros comparsas. Y, sin embargo, e incluso en una obra considerada generalmente «menor» dentro de su irregular producción como lo es esta, Los jugadores de Titán sigue repleta de sentido de la maravilla, como su final da fe. Parece evidente que Dick tiene otras intenciones en cabeza más allá de la especulación de futuro, permitiéndose interesantes reflexiones sobre la naturaleza de la percepción, la identidad y el azar. Las reglas están hechas para romperse y en un juego basado en el uso del Farol ¿cómo evitar hacer trampas aunque enfrente se tenga a todo un telépata dispuesto a leer tu mente y saber cuál será tu siguiente movimiento? Pete Garden tendrá que descubrirlo a tiempo si no quiere perder mucho más de lo que está dispuesto a jugarse.

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