martes, 6 de marzo de 2007

Reseña: Leyes de mercado

Leyes de mercado.

Richard Morgan.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Gigamesh. Col. Gigamesh ficción nº 38. Barcelona, 2006. Título original: Market Forces. Traducción: Jesús Gómez. 431 páginas.

Un mundo futuro donde la máxima de que “quien primero llega se hace con el contrato” es llevada a sus máximos exponentes, un mundo empresarial sin piedad y sin escrúpulos, donde lo importante es el negocio y no el cómo se consigue cerrarlo. Un mundo donde los ejecutivos de las grandes firmas son las nuevas estrellas mediáticas, que se juegan la vida diariamente en carreras salvajes, firmemente reglamentadas por las corporaciones, y donde lo importante parece ser no fichar en la empresa sin sangre en las ruedas. Un mundo donde las empresas ponen y quitan gobernantes, fomentan y aplastan revoluciones o cambian sistemas políticos a su antojo siempre para favorecer sus particulares intereses.

Una novela frenética, muy entretenida, de ágil prosa y de lectura subyugante, que no da un respiro al lector, repleta de escenas de acción trepidante, de violencia sin cortapisas, de fríos hombres de negocios que no dudan en quitar de en medio a la competencia mediante las más sucias maniobras, echándoles, literalmente, “fuera de la carretera, fuera de la competición financiera”. Lo importante es el contrato y si por el camino se elimina a la competencia, mejor que mejor. Los modernos gladiadores corporativos pilotarán sus coches especialmente preparados y no dudarán a la hora de pisar el acelerador para sacar ventaja a sus contrincantes ejecutivos en busca del negocio.

Una crítica salvaje al sistema neoliberal capitalista globalizador que parece estar invadiendo nuestros días, llevado a sus extremos más inimaginables. Una crítica, sí, pero que peca, por su exageración y aparente exaltación del propio objeto de la crítica, del defecto de poder parecer que enaltece precisamente lo que trata de satirizar. De esta manera tendremos al protagonista de la novela, especie de antihéroe que nada entre dos aguas, entre su deseo de trepar a toda costa a lo alto de la pirámide empresarial y sus dudas sobre la moral de lo que se ve obligado a hacer para conseguirlo. Unas dudas bastante tibias, todo hay que decirlo, y que tan sólo se verá obligado a reaccionar por los acontecimientos que en torno a su persona se van sucediendo y que amenazan con enviarlo a la más absoluta miseria si no entra en el juego de los negocios modernos. Así, tomará su coche y se enfrentará de manera despiadada a todos los contrarios que se le pongan por delante con visos tan sólo de mantener y mejorar su status dentro del orden corporativo establecido. Todos son trepas y la amistad es algo desconocido. Mientras los ejecutivos viven sus magníficas vidas en grandes mansiones rodeados de lujo, el común de los mortales sobrevive casi en la miseria de barrios degradados, embobados por los medios de comunicación y las carreras de sus nuevas estrellas, los conductores-ejecutivos de las grandes firmas, que cada día se juegan la vida para llegar a la oficina y cerrar un buen negocio.

Y he aquí uno, quizá el único, defecto gordo de la novela. No termino de ver demasiado clara la relación entre conducir de forma magistral un coche y ser un hacha en los negocios y un asesino por el camino. Uno puede ser el mejor piloto del mundo y estar dotado de grandes escrúpulos morales o no tener ni idea de contratos; uno puede ser el mejor broker del mundo, el ejecutivo mejor preparado, el que mayor conocimientos sobre el capitalismo tenga, el que mejor sepa leer un balance, una tendencia, una oportunidad de negocio y ni siquiera tener el carné de conducir. No veo la relación, de verdad, entre ser un ejecutivo despiadado capaz de sangrar a un cliente o a la competencia, y la de que tenga que ser un conductor asesino capaz de echar a todos los rivales de la carretera que lleva a sus oficinas sin apenas despeinarse. Es aquí donde mi “suspensión de la incredulidad” se va a dar un paseo y no me termina de cuajar la trama; me parece demasiado cogido por los pelos, apenas una excusa para introducir espectaculares escenas de persecuciones, carreras, explosiones, derrapes y toda la parafernalia auto-futurística que ha llevado a algunos a comparar la novela con aquel primer Mad Max con el que no deja de haber algunos puntos de contacto, aunque también muchas más diferencias.

Pero aparcando este molesto detalle a un lado, hay que reconocer que Leyes de mercado es entretenimiento en estado puro, una locura desenfrenada que no da respiro, una apocalíptica visión del futuro en el que las multinacionales y megacorporaciones gobiernan el mundo de una forma cruel y despiadada; donde tan sólo importa, como tal vez ya sucede ahora, que las hojas de balance cuadren al final del día con un saldo positivo, y las personas son lo de menos; donde los escrúpulos son algo superfluo y donde el compañero de la mesa de al lado sea muy probablemente quien te clave el puñal por la espalda (o te eche fuera de la carretera). Un planteamiento en principio algo (muy) exagerado, pero que se deja leer muy bien, y se disfruta mientras dura. Y junto a ello, una crítica (¿fallida?) que invita a pensar y reflexionar hacia dónde nos conduce nuestro propio mundo occidentalizante.

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