jueves, 25 de agosto de 2011

Reseña: Las guerras de hierro

Las guerras de hierro.
Las Monarquías de Dios, libro III.

Paul Kearney.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Alamut. Col. Serie Fantástica. Madrid, 2011. Título original: The Iron Wars. Traducción: Núria Gres. 245 páginas.

Después de llegar a peligrar su edición en español, por fin ha visto la luz el tercer volumen de esta seria gracias a una curiosa y meritoria iniciativa de la editorial por la que se ofreció a los lectores la posibilidad de suscribirse a los tres últimos libros como única forma, alcanzado un número mínimo de suscriptores, de garantizar la publicación de estos en nuestro país. Conseguido ese número imprescindible el libro se pondrá a la venta en librerías próximamente, mientras los suscriptores lo vamos recibiendo entre agosto y septiembre.

Tras haberlo leído, lo primero que llama la atención es que este tercer libro de Las Monarquías de Dios es un poco menos coral que los anteriores, El viaje de Hawkwood y Los reyes heréticos, y la parte del león se la lleva en esta ocasión —como muy acertadamente ejemplifica la editorial llevando a su espectacular portada a un coronel Corfe Cear-Inaf con su armadura merduk pintada de rojo— el desarrollo de la guerra en el interior de Torunna contra los invasores orientales. Hay por supuesto en la novela pequeñas «subtramas», una con el destino del rey Abeleyn de Hebrion en la destrozada Abrusio tras la desgraciada situación en que quedara al final del anterior, con el destino de su reino, de su amante lady Jemilla y de su supuesto hijo en el fiel de la balanza; otra con los religiosos Albrec y Avila intentando llevar ante Macrobius el manuscrito que podría cambiar radicalmente la fe rasmusiana y todo el continente a su paso; e incluso una muy breve aparición de Heria, la esposa de Corfe, con una revelación que promete muchos quebraderos de cabeza en el futuro. De Hawkwood y sus compañeros poco o nada se sabe, ya que no hay ningún capítulo dedicado a los sucesos que puedan estar teniendo lugar en el continente occidental, y su presencia es más bien testimonial, por el recuerdo de alguno de los conocidos que dejaron atrás, antes que presencial en la acción, hasta terminar el epílogo.

Como bien se vió al final del libro anterior, Corfe ha conseguido su propio mando, aunque sus tropas sean unos salvajes indisciplinados que debe convertir desde su costumbre de luchar a pie y de forma independiente en una temible caballería pesada que actue de forma coordinada. Y tiene muy poco tiempo para conseguirlo antes de que las envidias que ha despertado en la corte, y en el propio rey, el favor que le ha dispensado la reina madre le hagan caer totalmente en desgracia. Debe mantenerse en la senda victoriosa, que si bien pueden exacerbar todavía más los odios que despierta en los nobles y los mandos torunnianos, al menos le va a granjear la admiración y fidelidad de sus guerreros.

Así, el destino del dique de Ormann y la llegada de las tropas merduk a tierras torunnianas van a centrar gran parte de los desvelos de Corfe, ocupando la mayor parte de la narración, dando lugar a intensos, emocionantes y sangientos combates sobre el terreno, con cientos de muertos, pero también a enfrentamientos intestinos dentro de la corte, entre la intransigente forma de afrontar la guerra del rey y sus leales aduladores y la mucho más realista del superviviente de Aekir y alguno de los oficiales torunnianos con cierta experiencia bélica y que saben lo que realmente se están jugando. Las intrigas palaciegas, como ya sucediera en anteriores entregas por otra parte, cobran especial importancia, con los juegos de poder de los nobles y la frustración de los que se ven envueltos en los mismos viendo como la inoperancia se impone sobre la lógica.

Kearney forma parte de la actual hornada de escritores, junto a Martin o Abercrombrie por ejemplo, que buscan imbuir a la fantasía épica de un alto sentido de realismo y veracidad, mostrando en toda su crudeza el horror de la guerra y las batallas, ofreciendo tanto la visión gloriosa de una carga de caballería como el sufrimiento que comporta, la mezcla de heroísmo y estupidez, sin escatimar sangre y atroces muertes, sin evitar a sus protagonistas heridas y dolores, retratando a los personajes con diseccionadora humanidad, con sus bajas pasiones y sus tristes esperanzas, con sus ruines motivaciones y sus anhelos imposibles, con sus simples alegrías y placeres, sus envidias y traiciones, incluyendo en la acción la magia, el dweomer, de la forma más natural y sencilla, integrándola a la perfección sin que chirríe junto a los elementos más cercanos a una narración «histórica». De este modo, la inclusión junto a las escenas de acción de acertadas referencias a la intendencia de las campañas, a las caravanas de suministros y víveres, al cuidado de los pertrechos..., no hace sino realzar esa sensación de realismo en la mente del lector y hace muy fácil «creerse» lo que se está leyendo.

Si algo define este libro es la emoción y la intriga, el deseo de conocer cómo van a evolucionar las cosas, cómo los reinos rasmusianos van a poder salir —si es que salen— de la difícil situación en que la división religiosa, causada mayormente por ambiciones políticas muy terrenales, les ha metido, cómo podrán los protagonistas adaptarse a las circunstancias, quién vencerá en el juego político... Y mientras tanto, cual Espada de Damocles, pende siempre sobre todos ellos la amenaza de la licantropía del continente occidental, que a pesar de estar apenas tratada aquí, sí que da una pista muy importante de lo que puede estar por llegar en el mismo prólogo que abre el libro.

Es el de los reinos ramusianos un mundo donde la magia va desapareciendo, víctima principalmente de la persecución religiosa, aunque también de cierto agotamiento natural como bien ejemplifica la situación de Golophin, mientras el humo de la pólvora de cañones y arcabuces está cambiando las formas de entender la guerra. Ante el poder devastador de los proyectiles los oficiales deben variar su mentalidad y crear nuevas tácticas que les permitan sacar el mayor partido de las armas de fuego. Es este un mundo en trasformación y Corfe se encuentra, sin desearlo, en su centro. El hecho de que el relato de Kearney tenga tantos detalles paralelos a nuestra propia historia hace, además, que el lector se sienta mucho más identificado con lo narrado, introduciéndose a fondo en el libro de una manera casi inadvertida —solo me sobran las referencias a actitudes «quijotescas» en un mundo donde, obviamente, un tal Cervantes no vivió ni su obra magna fue escrita ni publicada— que hace de la lectura todo un placer.

El autor ha ido afilando su escritura, integrando mucho mejor las descripciones dentro de la narración, sin romper el ritmo con ellas, sino haciendo que el relato fluya de forma armoniosa, con cada elemento en su sitio, consiguiendo una lectura muy agradable —la acertada traducción, sin duda, también ayuda—. Las guerras de hierro es una novela que se lee de un tirón, dada su brevedad y lo ágil de su escritura, y tan solo deja insatisfecho al estilo del viejo «chiste»:

—Lo cierto es que este libro sabe.
—¿A qué sabe?
—Sabe a poco.

Movimientos de tropas, grandes batallas, intrigas y traiciones palaciegas, magia insospechada, veladas amenazas, hijos bastardos por nacer, nobles arrogantes sin experiencia guerrera que quieren decidir las tácticas bélicas, un héroe que no quiere serlo, tragedia, sangre y muertes por doquier, misterio, un drama en medio de un cisma religioso, luchas intestinas, una mujer atrapada por el juramente de su hermano, cañones tronando, cargas de caballería, el fragor de los combates, el olor de la pólvora, ambiciones desatadas, ciertas sorpresas, mucha emoción, el destino de un mundo por decidir... Quiero más.

Y esto es lo que está todavía por venir:


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Reseña de otras obras del autor:


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